viernes, noviembre 05, 2010

Comiendo Rezando Amando...


Comencé a leer el libro "Come Reza Ama" de Elizabeth Gilbert. Y -aunque el libro podría ser controvertible o no aceptado para muchos cristianos- hace una descripción exacta de lo que sentimos al orar. Esto es lo que yo les explico a mis amigos que Dios no se explica... se siente. Curiosamente Gilbert lo supo describir. El capítulo 4 (o abalorio #4):
"Obviamente, he tenido tiempo de sobra para formular mis opiniones sobre la divinidad desde aquella noche en que, tirada en el suelo del cuarto de baño, hablé directamente con Dios por primera vez. Aunque en aquella sombría crisis de noviembre lo que pretendía no era forjarme una doctrina teológica. Lo único que quería era salvar la vida. Por fin había caído en la cuenta de que mi desesperación era tan profunda que mi vida estaba en peligro y de pronto pensé que, en semejantes circunstancias, la gente a veces pide ayuda a Dios. Si mal no recuerdo, lo había leído en algún libro.
Lo que le dije a Dios entre sollozo y sollozo fue más o menos esto: «Hola, Dios. ¿Qué tal? Soy Liz. Encantada de conocerte». Pues sí. Estaba hablando con el creador del universo como si acabaran de presentarnos en un cóctel. Pero en esta vida usamos lo que conocemos y ésas son las palabras que siempre empleo al comienzo de una amistad. De hecho, tuve que contenerme para no decirle:

—Siempre he sido una gran admiradora de tu obra...

—Siento molestarte a estas horas de la noche —continué—. Pero tengo un problema serio. Y me disculpo por no haberme dirigido a ti directamente hasta ahora, aunque sí espero haber sabido agradecerte debidamente las muchas bendiciones que me has concedido en esta vida.

Esta idea me hizo llorar aún más. Dios me había esperado pacientemente.
Logré tranquilizarme lo suficiente como para seguir hablándole:

—No soy experta en rezar, como ya sabrás. Pero, por favor, ¿puedes ayudarme? Necesito ayuda desesperadamente. No sé qué hacer. Necesito una respuesta.

Me recuerdo suplicando como quien pide que le salven la vida. Y no había manera de dejar de llorar.

Hasta que... así, de repente... se acabó.
De repente, de un momento para otro, me di cuenta de que ya no estaba llorando. De hecho, había dejado de llorar en mitad de un sollozo. Me había quedado totalmente vacía de sufrimiento, como si me lo hubieran aspirado.
Levanté la frente del suelo y me quedé ahí sentada, sorprendida y casi esperando encontrarme ante el Gran Ser que se había llevado mis lágrimas. Pero no había nadie. Estaba yo sola. Aunque no estaba sola del todo. Me rodeaba algo que sólo puedo describir como una bolsa de silencio, un silencio tan extraordinario que no me atrevía a soltar aire por la boca, no fuera a asustarlo. Estaba completamente invadida por la quietud. Creo que en mi vida había sentido semejante quietud.

Entonces oí una voz. Por favor, que nadie se asuste. No era una voz hueca como la de Charlton Heston haciendo de personaje sacado del Antiguo Testamento, ni una voz de esas que te dicen que te hagas un campo de béisbol en el jardín. Era mi propia voz, ni más ni menos, hablándome desde dentro. Pero era una versión de mi propia voz que yo no había oído nunca. Era mi voz, pero absolutamente sabia, tranquila y compasiva. Era como sonaría mi voz si yo hubiera logrado experimentar el amor y la seguridad alguna vez en mi vida. ¿Cómo podría describir el tono cariñoso de aquella voz que me dio la respuesta que sellaría para siempre mi fe en la divinidad?

La voz dijo: Vuélvete a la cama, Liz.

Solté aire.

De pronto vi con una claridad meridiana que eso era lo único que podía hacer. Ninguna otra respuesta me habría valido. No me habría podido fiar de una voz atronadora que me dijese: ¡Tienes que divorciarte de tu marido! o ¡No puedes divorciarte de tu marido! Eso no tiene nada que ver con la sabiduría verdadera. La auténtica sabiduría te da una única respuesta posible para cada situación y, aquella noche, volver a meterse en la cama era la única respuesta posible. Vuelve a meterte en la cama, porque te quiero. Vuelve a meterte en la cama, porque de momento lo que tienes que hacer es descansar y cuidarte hasta que des con una solución. Vuelve
a meterte en la cama para que, cuando llegue la tempestad, tengas fuerzas para enfrentarte a ella. Y la tempestad llegará, querida. Muy pronto. Pero esta noche no.
Por tanto: Vuélvete a la cama, Liz.

Por una parte, este pequeño incidente tenía todos los visos de la típica experiencia de conversión cristiana: la soledad de las tinieblas del alma, la petición de ayuda, la voz que responde, la sensación de transformación. Pero, en mi caso, no puedo decir que aquello fuese una conversión religiosa, al menos en el sentido tradicional de renacer o salvarse.
Lo que sucedió aquella noche lo considero más bien el comienzo de una conversación religiosa. Las primeras palabras de un diálogo abierto y exploratorio que acabarían, en última instancia, acercándome enormemente a Dios."

No hay comentarios.: